EL LIBRO

La pequeña Mary Royl saltaba de impaciencia sobre sus pequeños pies, envueltos en tres calcetines –uno de cuadros naranjas, otro de rayas amarillas, celestes y violetas y el último con ositos bordados-, mientras el agua terminaba de hervir. Ya era de noche, y en aquel rincón de su pequeño palacio le esperaban, vigilados por una lámpara, un sofá de cuero y madera desvencijado y un montón de cojines de algodón y plumas. Y el libro. Su libro. El único que leía.

Lo último que esperaba Mary Royl esa noche era una revolución. Y la tuvo.

Armada con su taza de té de regaliz y con un puñado de caramelos de dulce de leche en la mano, Mary Royl se sentó en su viejo sofá, se acomodó los cojines, se metió un dulce en la boca y apoyó la taza de té en la mesilla. Con todo en orden, abrió su libro. El único que leía.

Y es que Mary era una gran lectora, ávida y voraz, pero de un solo título. Cuando encontró aquel libro perfecto no quiso saber de otro. Le fascinaba la historia de la princesa secuestrada por un dragón inocente, que no sabía la que se le venía encima. Y a base de sarcasmos, la rubia y lánguida princesa se convertía en un demonio insoportable –Mary sabía ver cuánta justicia había en eso- y el dragón, desesperado, intentaba encontrar un terapeuta para sobrellevar el secuestro –y Mary sabía ver cuánta poesía había en eso-. El dragón acababa yendo a lejanos reinos a buscar a príncipes bastante bobos, que encontraba en cantinas y entre jarras de cerveza, y fingía desvelarles el tan-alto-secreto de dónde tenía encerrada a la princesa, y de cómo podrían llegar a su escondite y rescatarla. Y de tan tontos que resultaban los príncipes ninguno llegaba, o caían en las trampas contra las que ya estaban advertidos, y Mary se desternillaba de risa. La princesa acababa denunciando al dragón por secuestro incompetente ante el Alto Tribunal de Dragones, y el pobre monstruo se desesperaba en su día a día de búsqueda de psicólogos, príncipes atontados y abogados que defendieran su causa.

Pero Mary Royl no esperaba esa revolución.

Cuando abrió el libro y se sumergió en la primera página notó un extraño. La princesa ya no era la princesa, era la princea. Así, sin la ese. Y era una princea ecuetrada, que las eses tampoco estaban en el secuestro. De golpe, las aes y las íes también se escaparon del libro y empezaron a corretear por la alfombra. Mary se asustó cuando la be y la pe -¿o eran la pe y la be?- se sumaron a la fuga. La pequeña Mary trató de cerrar el libro, pero el ímpetu del abecedario –los sediciosos signos de puntuación no se movieron- hizo que se le escapara de las manos y acabara, abierto de par en par, sobre el suelo, y con ríos de letras clamando por su libertad.

Mary, horrorizada, salió corriendo detrás de sus letras a la fuga. Intentó coger todas las efes, pero, por filamentosas, se le escapaban de entre los dedos. Pensó en coger todas las equis y tejer una red pero –maldición- la equis no era la letra más frecuente en su libro. Las íes y las jotas dejaron caer sus puntos sobre el suelo y cuando Mary los pisó dio varios pasos en el aire antes de caerse de espaldas. Todas las letras rieron, y las más burlonas –nunca hay que fiarse de las eses, las oes y las enes- convencieron a una e, una a repeinada, una ce, una ge u una erre, para desfilar sobre la repisa de la chimenea, tomándose de las manos y formando una frase burlona que hizo que Mary gritara de desespero: ‘No nos cogerás’. Mary, enloquecida, corrió detrás de la frase, que era –quien lo diría- de lo más escurridiza: ‘No nos cogerás’ entre los vasos de vino y las tazas; ‘no nos cogerás’ saltando sobre los ovillos de lana; ‘no nos cogerás’ dando vueltas a las patas de la mesa, y mareando a Mary, que cuando trató de levantarse se golpeó la cabecita con una esquina.

Y se puso a llorar. “¡No es justo! ¡No es justo! ¡No es justo!”, gritaba.

A las letras, que no por serlo dejan de tener corazón, les dio pena. La pobre Mary, a la que tanto habían mirado a los ojos, no merecía aquel castigo. Es cierto, estaban cansadas de ser siempre el mismo cuento. Francamente, la princesa sarcástica, les empezaba a resultar cargante. Fue una De mayúscula la primera que habló. Tenía un plan. Las letras escucharon.

Cuando Mary dejó de sollozar pudo ver, entre las brumas de sus lágrimas, como aquel abecedario, ordenadamente, volvía al libro. Los signos de puntuación, tan sediciosos, colaboraban en poner orden. En un último esfuerzo, el punto final –el más hercúleo de todos los signos de puntuación, empujó la cubierta del libro hasta cerrarlo, saltando en el último instante hasta la última página.

Mary sacudió la cabeza y se lanzó de bruces contra su libro. Fue hacia su viejo sofá mirando con cuidado dónde se apoyaba: no quería sentarse sobre una ele despistada. O sobre una ele mayúscula. O sobre –Dios no lo quisiera- la ele capital que abría el tercer capítulo.

Cuando al fin se decidió a abrir el libro encontró a todas las letras inaugurando su nuevo orden. Ya no había cuento sobre la princesa sarcástica y el dragón traumatizado. Las letras, al mando de la De mayúscula, se habían reordenado en un cuento nuevo. Según leía, Mary descubrió que era la historia de una bruja. Habían gatos y raíces de mandrágora –adoraba esa palabra: mandrágora. Y se preguntaba si esa a repeinada de mandrágora no sería la misma vocal burlona del ‘no nos cogerás’- y un caballero enamorado de la vieja y fea bruja porque, en un descuido, ésta había confundido la pócima del sueño con la del amor, y ahora tenía a aquel joven, por quien tantas suspiraban, rendido a los pies de sus verrugas, y glosando la belleza de sus uñas corroídas…

Mary rió y rió con el nuevo cuento. Y en la última página, incluso por detrás del fornido punto y final, encontró una frase nueva, dirigida a ella. Una explicación y un deseo de parte de aquellas pequeñas letras que se habían escapado de su vieja y largamente querida historia, de su princesa, su dragón y sus príncipes bobos, que ya estaba empezando a convertirse en un bonito recuerdo.

Decía: “Sólo queríamos ser una nueva historia. Y siempre querremos que seas feliz”.

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