LAS LÁGRIMAS

La pequeña Mary Royl pensaba que su vida era todo milagro y fortuna. La primera vez que lo pensó fue en aquel parque otoñal, la tarde que mientras paseaba dando patadas a una piña vio una manta olvidada en un banco.

Una manta preciosa.


Debía ser de lana, era espumosa y verde, y tenía terriers escoceses bordados en las esquinas. Se escondió tras de un árbol y se frotó la carita: no podía creer que alguien hubiera olvidado semejante tesoro. Miró a un lado, a otro: nadie rondaba aquel banco, nadie parecía haberse dado cuenta de que allí, viuda y sola, estaba aquella manta. Mary dio dos pasos largos –todo lo largos que podía darlos- y de un salto se escondió entre el brezo, detrás del banco. Casi podía tocar la manta con los dedos. Tuvo un arrebato de mala conciencia ¿Y si estaba a punto de cometer un robo? Así que decidió esperar. Decidió esperar a que el guardia apareciera, que era la señal de que el parque ya cerraba. Y si entonces nadie la había reclamado, consideraría la manta legítimamente suya.

Pasaron las horas, el sol se fue poniendo y empezaba a hacer cada vez más frío. La pequeña Mary Royl se metía los deditos en la boca; las falanges, lo poco que sobresalía de los mitones. Con más esperanza que acierto, alzaba los brazos hacia la farola, por si podía captar algo de aquel calor naranja que se deshacía entre la niebla. Y al fin, el guardia apareció. No parecía haber reparado en la manta. Arrastraba los pies, distraído, y miraba con cierta pereza la hierba, los troncos talados, la hojarasca. Pasó de largo, y Mary se lanzó hacia la manta. “Sí, es de lana”, pensó mientras hundía sus deditos ateridos en aquella cálida esponja, y acariciaba los detalles de los terrieres escoceses.

A lo lejos, una anciana sonreía.

Todo era milagro y fortuna. Lo volvió a pensar en la pastelería, cuando se sentó y pidió un café con leche. Cuando se lo trajeron estaba embebida en una revista que hablaba sobre raros hallazgos de mamíferos de mar en el norte. Le sorprendió el sonido seco de un cuchillo rebotando sobre un plato de porcelana.

Parecía magia: tenía ante sí un capuccino y dos scones, una tarrina de mantequilla y un bote de mermelada de naranja. Pensó que la camarera se había confundido, y la miró con extrañeza. La sonrisa que encontró a cambio le llevó a pensar que no, que aquello no era un error. Que era otra vez la fortuna, y el milagro, que le regalaban una merienda perfecta. Mientras untaba la mantequilla en el primer scone, Mary ladeaba la cabeza y daba saltitos sobre su asiento metida en su propia música celestial. Y otra vez le asaltó la conciencia. Con los dedos aún pringosos, la pequeña Mary Royl se quitó su gorrito y sacó de él un viejo monedero de fieltro con cierres dorados. Sacó un botón -“no, mejor dos botones", pensó- y los dejó sobre la mesa. Tenía que agradecer el detalle.

En el fondo de aquella pastelería, una mujer que acunaba a un bebé sonreía.

Mary –era verdad, y ella lo asumía- no entendía demasiado de dinero ni de compras. En su casa guardaba un cofre lleno de botones y monedas. Nunca supo qué valía más, ni cuánto, ni el precio exacto de las cosas. Por eso guardaba en su monederito de fieltro algunas monedas y algunos botones. Cuando tenía que pagar algo, se quitaba su gorrito, sacudía su fino pelo entre oscuro, castaño y de brillos naranjas, y cogía el monedero. Lo volcaba sobre el mostrador. Todo, monedas y botones. Y siempre le sonreían. Y el comerciante siempre se mesaba el bigote, o la tendera siempre se apoyaba el índice en la mejilla, y se quedaba con el precio justo y exacto. Mary, que era observadora, había notado que la mayoría de las cosas costaban cuatro botones. Las monedas no debían tener valor. Y le extrañaba: tan brillantes, con tanta filigrana, con aquellos retratos de princesas…. Pero inútiles. No como un botón. “Uno siempre necesita buenos botones”, se decía.

Todo era fortuna y milagro. Justo enfrente de la pastelería –ocurrió en otra ocasión- había una maravillosa tienda de enseres, manteles y cerámicas. Mary, la muy pequeña Mary Royl, pasaba tardes enteras en ella, sólo contemplando las fundas de las teteras. De todos los colores y formas, de todas las texturas, hasta de todos los tamaños. Su favorita era una en color blanco roto y verde, con ratoncitos dibujados. Eran curiosos, esos ratoncitos: uno vestía como un panadero; la otra, presumiendo de ojos negros, se peinaba ante un gran espejo. Había más ratoncitos, muchos ratoncitos, pero aquella funda estaba en un alto, demasiado inalcanzable para los breves brazos de Mary Royl, que se tenía que conformar con mirarla de lejos con deseo.

Pero todo era milagro y fortuna en su vida: un día, cuando entró en la tienda, aquella cubretetera estaba al alcance de su mano. Increíble. Se lanzó ávida hacia ella y corrió hacia el mostrador de cristal. Apoyó los deditos en él. El cristal le quedaba a la altura de la cara: cada vez que respiraba, una estela de vaho se formaba sobre el vidrio, justo debajo de su nariz. El comerciante llegó, envolvió la cubretetera en papel de periódico y extendió la mano izquierda. Mary se quitó el gorrito, sacudió el pelo, cogió el monedero y lo volcó cobre el mostrador. Botones y monedas. Miró con angustia a aquel señor ¿Tendría suficientes botones para pagar algo tan bonito?

Los tenía. Para su sorpresa, el comerciante, después de mesarse el bigote, cogió exactamente cuatro botones. Sólo cuatro botones. Y ni siquiera de los grandes, ni de los brillantes, ni los de colores raros. Sólo cuatro botones.

Feliz, la pequeña Mary Royl se calzó de nuevo su sombrero y salió corriendo hacia su casa. Y mientras las campanillas de la puerta aún tintineaban, el comerciante sostenía en su mano cuatro botones y sonreía.

La pequeña Mary Royl pensaba que en su vida todo era milagro y fortuna porque nunca miró atrás. La pequeña, dulce y solitaria Mary Royl, la del gorrito hundido hasta las cejas y los mitones naranjas, amarillos y azules, nunca miró atras, y nunca vio a la mujer del parque, y su sonrisa. Ni a la que acunaba al bebé, ni su sonrisa. Ni al tendero, ni su sonrisa. Y nunca vio cómo les caían lágrimas, lágrimas de ternura, lágrimas por la pobre, pequeña, dulce y fascinada Mary Royl y su universo de pequeñas cosas. Lágrimas felices al ver, al ver de verdad, su pequeña magia: que la plenitud es una manta de lana con terriers bordados, unos scones con mantequilla y mermelada, una funda para una tetera. Lágrimas de inocencia, de un cofre lleno de botones. Lágrimas por la pequeña y dulce Mary Royl, que era feliz en su sofá, con una manta y una taza de té.

La pequeña Mary Royl pensaba que en su vida todo era milagro y fortuna. Y se equivocaba. Su vida era amor y ternura.

Su vida daba sentido a todas las vidas de Dunkeld.

Así de importante era. Y nunca lo supo.

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