LA BAÑERA

El ecuador del invierno, la estación que había traído a la muy pequeña Mary Royl a Dunkeld, era tiempo de fiesta en el Dál Riata. Los hombres de todos los pueblos celebraban la llegada de ese tiempo desempolvando los aperos de pesca, la gran afición de las gentes de las tierras altas. Desde el Tay hasta el Leith, todos los ríos se poblaban de cestas y cañas, de hombres en las riberas, de silencio, paciencia y pipas humeantes, y hasta de barcazas que chispeaban el agua, como islotes a la deriva.

Pero aquel no estaba siendo el invierno más feliz para los hombres del Dál Riata. Aquel año –nadie entendía bien por qué- los salmones se negaban a remontar el cauce de las aguas.

Todas las mañanas, un buen grupo de hombres –hasta Haddow había sucumbido a la costumbre- atravesaban la bruma y el frío hacia los márgenes del río, envuelto todo en un frío manto de azúcar glaseada. Y todas las tardes volvían a sus casas con las cestas vacías, discutiendo si no deberían cambiar de cebo, o si no estarían las aguas envenenadas, o el tiempo demasiado frío –“Pero… ¡Cómo! ¡El tiempo nunca es demasiado frío!”, se decía Mary Royl, atenta a las conversaciones que se cruzaban frente a su ventana-.

Y ante tanto lamento oído, la pequeña Mary Royl se decidió actuar. La lógica aplastante de su menuda cabeza, oculta bajo un gorrito de punto que escondía un monedero y que enmarcaba los destellos naranjas de su pelo, había dictado sentencia: “Si no sabéis qué ocurre con los salmones… Preguntadles”.

Meses antes, la pequeña Mary Royl vivió como tragedia la pérdida de una de sus mantas favoritas –no aquella, afortunadamente-. La mujer de Podgorny, a la que Mary acudió con aquella especie de lienzo venido a menos con la esperanza de que pudiera salvarla, le explicó que había ocurrido. “La manta es de lana, Mary, de la lana más pura que se conoce. Y la lavaste con agua caliente. Y el agua caliente encoge la lana”, le explicó. Mary, un poco desconcertada, creyó a aquella mujer. Y desde entonces sacrificó sus pequeñas manitas al frío del agua más glacial que imaginaba para que sus mantas, sus preciosas mantas, las mantas en las que se envolvía hasta en dos vueltas, nunca dejasen de ser esponjosas.

La lógica de Mary Royl recordó aquella escena. Se fue al baño y taponó la bañera. Y en la cocina, empezó a calentar pucheros de agua.

Con mucho cuidado y más de un accidente, la pequeña Mary Royl consiguió llenar su bañera de agua hirviendo. La bañera, el escenario de sus momentos de mayor placer culpable –se sentía mal calentita y envuelta en espuma cuando pensaba en los que caminaban, ateridos de frío, por las calles de Dunkeld-, se había convertido en una laguna bullente, donde el agua estallaba en burbujas de calor que a Mary le parecían sonrisas.

La pequeña Mary Royl se quitó los zapatos y dos de los tres pares de calcetines que llevaba. Dejó su gorrito sobre la cesta de mimbre que ocupaba una esquina del baño y, con cierto pavor, se metió en su bañera.

Hervía. Quemaba. Dolía.

Pasaron minutos –otros dirían que horas- hasta que Mary se aclimató a aquel calor. Empapada de arriba abajo tomó aire. Todo el que pudo. Se sumergió en su bañera –el agua, de tan caliente, resultaba turbia- y arrancó el tapón.

La péquela Mary Royl se sintió arrastrada por un remolino que la volvía cada vez más y más pequeña. Funcionaba. Estaba encogiendo.

Y se volvió tan pequeña que su bañera se la tragó.

Durante unos minutos, la pequeña Mary Royl, más pequeña que nunca, surcó las cañerías de Dunkeld, un paisaje de horror y oscuridad. Cerró los ojos para ahuyentar el miedo. E intentó no imaginar qué podían ser aquellos sonidos a hierros que crujen.

De repente, notó que algo la expulsaba. El agua ya no ardía. Abrió los ojos: estaba en el lecho del río Tay. Miró hacia arriba y pudo saber exactamente dónde: varios hilos subían hasta la superficie, donde se veía en reflejo acuoso la catedral de los huesos.

Y frente a ella brillaba una masa plateada y de gesto severo.

Todo resultaba tal y como lo había pensado: eran los salmones.

Bajo el agua, todos sus movimientos resultaban toscos y patosos. Pero logró llegar hasta el grupo de peces enfadados. Uno de los salmones –debían haberle elegido portavoz, o algo- se acercó a ella. Y habló. Burbujeantemente, pero habló.

-Muchas gracias por haber venido –dijo, y Mary contuvo la sonrisa. Cada una de las palabras que el pez pronunciaba con su raro acento empezaba y acababa en un chisporreteo cómico que estallaba en su boca, en sus branquias-. Nunca pensamos –prosiguió el salmón- que alguno de esos bípedos tendría la decencia de venir a presentarnos sus excusas.
-¿Disculpas? –replicó Mary-. No, no exactamente. Yo venía a…

De repente, aquella masa plateada pareció entrar en literal ebullición. Mary se acordó de sus pucheros de agua humeante y sonriente.

-Qué no… ¿Qué no pensáis pedir disculpas? ¿Pero cómo es eso posible? ¿No conoces nuestra historia? ¡Qué poca sensibilidad! Cada año, cada invierno, los salmones remontamos un río. Re-mon-ta-mos -dijo el portavoz, separando las sílabas-. Luchamos contra la corriente y nos hacemos fuertes, nuestra carne naranja se llena de músculo y grasa. Saltamos sobre rocas, tratando de esquivar las zarpas de los osos. Y llegamos, cansados, a aguas tranquilas. Y vosotros, o eso pensábamos, nos ofrecíais comida en reconocimiento a nuestro esfuerzo. ¡Pero no! ¡Pero no! ¡Nos cazáis, nos devoráis! ¡Sois… crueles!

La masa de peces hervía. En la superficie, Mary vio como los hombres se movían. Aquellas burbujas debían ser ya visibles para los bípedos, pensó.

-Pero… Señor salmón. Señores salmones –Mary sabía ser ceremoniosa cuando procedía-. Ustedes, lo sé, también son crueles. También devoran peces menores para conseguir su músculo. No, no, no me retire usted la mirada, señor portavoz –el salmón mayor, era cierto, había encogido las aletas: se sabía culpable-. La cuestión es el equilibrio. Tal vez… Y digo sólo tal vez, algunos de ustedes deberían sacrificarse.

La pequeña Mary Royl notó que los peces eran cada vez más pequeños. “¡Maldición, no!” –pensó-. “¡Soy yo, que estoy creciendo!”. Y así era: las frías aguas del Tay deshacían el efecto de la bañera hirviente. “Tengo que darme prisa. Tengo que…”.

-Señores salmones. Como ven, estoy volviendo a mi estado natural –argumentó Mary, que crecía hasta recuperar su pequeña forma-. Pero transmitiré a los bípedos su queja. Buscaremos una solución. Buscaré la forma en que puedan ganarse su perdón…

Apenas acabó la frase, Mary salió disparada hacia la superficie: ya volvía a ser la pequeña –y completamente mojada- Mary Royl.

En la superficie, todos los hombres de Dunkeld se quedaron boquiabiertos al ver cómo, con total naturalidad, la pequeña Mary Royl emergía del fondo de las aguas, llegaba a la orilla del río y se escurría el pelo.
Todos corrieron hacia ella.

-Estoy bien, estoy bien -dijo Mary, conteniendo un estornudo-. Supongo que el día de pesca ha sido tan escaso como los anteriores. Pero ya tengo la respuesta. Los salmones están molestos. Dicen que les engañáis, que ellos tomaban por ayuda lo que en realidad era trampa: vuestros cebos. Y que no aguantan más. Y que no habrá más salmón hasta que se recupere el equilibrio.

Podgorny, el más acostumbrado a hablar a Mary Royl, y a entenderla, tomó la palabra. Le costó: estaba tan asombrado como los oros hombre de Dunkeld.

-Pero entonces… Podríamos… Pero… ¡Es absurdo! ¿Los salmones están enfadados con nosotros? –Podgorny recuperó la calma: le gustaba más el salmón, especialmente sobre huevo batido y con hinojo, que las discusiones-. Está bien. Está bien. ¿Qué crees, o que te han dicho o…? Ya no sé ni qué digo. ¿Qué tenemos que hacer para que los salmones nos perdonen?

Mary Royl, que se había hecho una coleta con su largo pelo para escurrirla, se sorprendió ante lo elemental de la pregunta. Tenía a Podgorny por un hombre más inteligente.

-¿No os habéis planteado –soltó Mary tras un largo suspiro- que la mejor manera de que te perdonen es pedir perdón?

Al día siguiente, ya seca y recuperado su tamaño y su temperatura, Mary volvió a la orilla del Tay. Los hombres, quizá desesperados, tal vez incrédulos, se esforzaban en arrojar una roca al centro del río.
Sobre la roca habían talado un mensaje, una labor dura que tuvo que llevar a cabo Haddow - “Eres el que mejor escribe, boticario. Tanto, que casi nadie te entiende”, le había gritado uno de los pescadores para convencerle, o quizá obligarle-. Era su forma de ofrecer un pacto a los salmones. A partir de ese momento, sólo pescarían los domingos. Y el resto de la semana de todos los inviernos, Dunkeld quedaría declarado como paso franco para los salmones. Las últimas palabras del mensaje eran: “Sentimos haberos maltratado. No éramos conscientes, pero lo sentimos. No volverá a ocurrir”.

Pasaron seis días de paz. Los hombres, los bípedos, aprendieron a disfrutar de los salmones de otro modo: con el espectáculo de brillo y plata que ofrecían aquellos valientes peces, que saltaban con fuerza sobre las aguas del Tay.

Y el siguiente domingo –fue la señal de que el pacto se había sellado- fue el mejor día de pesca que se recordaba en Dunkeld. Y en todo el Dál Riata.

Y Mary Royl, sumergida de placer en su bañera, rebosante y caliente, sonreía. Ella sabía por qué.

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