LA PIPA

Aunque la pequeña Mary Royl conservaría su edad durante muchos años, no era ajena a los ritos de madurez que eran propios de su tiempo. Sobre todo, en los chicos. Y sobre todo en lo referente a ese hábito extraño de llenarse los pulmones de humo.


Mary había contemplado la escena en más de una ocasión: un grupo de chicos, todos con las manos en los bolsillos, trataban de ser discretos después de salir del pub. Miraban en todas las direcciones y formaban un círculo en torno a uno –en general el mayor, o al menos el de mayor tamaño- que caminaba con la mirada alta y con la cara marcada por las contradicciones de la pubertad. El paseo concluía en el algún rincón del camino del Obispo, en algún recoveco que permitía llegar hasta el río Tay. Allí, aquel mayor, con más torpeza que acierto, lograba liar un cigarrillo de picadura de tabaco. Y todos los chicos lo compartían, y Mary se reía con sus caras de mareo –nunca pensó que un ser humano pudiera ponerse de color verde- y las poses con las que aquellos imberbes que aún suspirarían por un caramelo de vainilla pretendían aparentar una edad mayor.
“La madurez –se dijo la pequeña Mary Royl- parece un juego aburrido. Siempre queriendo ser, y nunca siendo”. Satisfecha con su reflexión, Mary se sacó el gorrito, abrió su pequeño monedero y comprobó que tenía cuatro botones. Lo justo para comprar ruibarbo –llevaba días con ganas de hacer una tarta de ruibarbo-.

No podía esperar que muy poco después una pipa de tabaco la hipnotizara.

Feliz con su ruibarbo –le costó tres botones; al parecer los precios cambian-, Mary se dirigió a través de la calle del Tay hacia su casa. Mirando sin mirar, se sorprendió con un aroma agrio y profundo y una nube de humo que salía de la taberna. Seducida por algún instinto extraño, la pequeña Mary Royl dejó caer el ruibarbo y se asomó a una esquina de aquel ventanuco.

Dentro de la taberna, un hombre de edad, de mucha edad, sonreía mientras respiraba profundamente de aquella pipa. Tenía el rostro arado por el tiempo, lleno de pliegues de piel fláccida que en otro tiempo habían sido músculo, y el pelo lleno de gris y ceniza. Había algo raro en aquel hombre, seguramente el más anciano de Dunkeld: los ojos acuosos y enrojecidos inspiraban un poso de tristeza. Su sonrisa, tibia pero convencida, como si fuera una sonrisa joven atrapada en un rostro marchito, rezumaba vida.

Al día siguiente, aquel anciano –McMeyer, dijeron que se llamaba- seguía apoyado en aquel rincón de la taberna, mirando un horizonte imposible. De vez en cuando, limpiaba su pipa de madera y la rellenaba de una picadura de tabaco que guardaba en una caja metálica, del tamaño de un libro, llena de dorados y óxido y letras modernistas en francés. Tenía dibujos un tanto infantiles –una feria, un carromato-. Alguna vez debía haber contenido galletas o bombones; quizá cartas con sellos lejanos, de la India o de alguna isla del océano Índico –por algún motivo, la pequeña Mary Royl pensó que aquel hombre debía haber sido marino-.
Mientras Mary le miraba cada vez con menos disimulo, McMeyer sonreía.

Escuchando conversaciones ajenas, Mary supo de la historia de aquel anciano. Era el último de su familia, de sus familias. Tuvo cuatro hermanos, pero les había sobrevivido a todos. Y tuvo otros tantos hijos: uno de ellos, un día, se marchó y no volvió a dar noticia. La enfermedad se llevó a otros dos y la tercera, la única hija, murió en un parto difícil en el que tampoco sobrevivió el bebé. La señora McMeyer tampoco estaba ya con él: había muerto de tristeza.

Mary no pudo contener las lágrimas al imaginar, sólo al imaginar, tanta pérdida y drama.

Sin embargo, aquel hombre sonreía. Rellenaba su pipa de cuando en cuando y sonreía.

Mary, perdida ya toda prudencia entró un día en la taberna y se sentó frente al hombre. Boquiabierta le contempló fumar. McMeyer la miró levemente, amplió un poco su sonrisa y volvió de nuevo al ventanuco, a los giros del humo que exhalaba, a su mundo.

Cada vez quedaba menos picadura de tabaco en aquella caja.

La pequeña Mary Royl acompañó a McMeyer durante una semana, que iba a ser la última. Durante horas, boquiabierta, miraba a aquel hombre, que sólo fumaba. Intentaba descifrar aquel humo, aquella mirada, aquella sonrisa. McMeyer, cada vez con más pausa, se limitaba a fumar de su pipa. Hasta que aspiró la última hebra de tabaco: en su pipa ya sólo había ceniza. En la caja, reflejos de dorado y óxido.
McMeyer se volvió hacia Mary Royl. Limpió la pipa, la metió en la caja y se la entregó.

-Gracias por la compañía, dijo. Ha sido bonito. Mereció la pena.

Y se fue.

Al día siguiente las campanas de la iglesia de los huesos anunciaban una ceremonia repentina pero no del todo inesperada. McMeyer se había ido a buscar a la señora McMeyer.

Los hombres desempolvaron sus chaquetas de luto, se lustraron los zapatos y se quitaron la gorra durante la ceremonia. Mary esperó a la puerta de la iglesia, todavía con la caja de metal y la pipa en las manos. De fondo, se escuchaba el sermón del sacerdote, y ella no entendía quién podía encontrar consuelo en esas palabras, ni cómo podía hacerlo.

A la salida de la iglesia, Podgorny, el tendero, se acercó a Mary Royl y le acarició el pelo. Él, por su cojera, no podría asistir al entierro. Mary, por sus raros principios, no asistía a sepelios. Os dos, a paso lento, caminaron de vuelta a Dunkeld.

-Ay, Mary… -suspiró Podgorny-, está bien que haya sido así. McMeyer tuvo una vida difícil… Difícil. Demasiadas pérdidas, todas demasiado pronto.

Mary miró a Podgorny con extrañeza. Otra vez –eran ya tantas- nadie en Dunkeld había entendido nada.
-Podgorny, señor –interrumpió Mary-: creo que se equivoca. Ese hombre fue feliz, muy feliz ¿Nunca le vio fumar de esta pipa? –dijo, mostrándole la caja- ¿Y cree usted que sólo fumaba? No, señor. Aquel hombre fue feliz. En esta caja, de alguna manera, vivían sus mejores recuerdos. Y de alguna manera también cada hebra de tabaco se llenó de aquellos recuerdos. Cuando fumaba, aquel hombre –Mary le tenía suficiente respeto como para no llamarle McMeyer- se llenaba los pulmones de un momento feliz. Y así consumió estos días: llenándose el cuerpo de felicidad. Y cuando hubo consumido todo lo bueno que tuvo en la vida se fue ¿Para qué esperar más? Se fue.

Al poco, la que había sido la caja del tabaco de McMeyer había pasado a ser la Caja de los Mejores Tés de Mary Royl.

Y desde aquel día, por un motivo que nunca supo explicar y que le costó más de una grave discusión con su esposa, Podgorny dejó de ir a la iglesia.

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