EL PUCHERO

Cuando la pequeña Mary Royl volvía de su paseo por el camino del Obispo le gustaba contemplar las chimeneas de Dunkeld. A aquella hora, en aquellos días, el humo se volvía acuoso, más tibio, más blanquecino. El humo no provenía –ya no sólo- de los hogares de leña; el humo se mezclaba con el vapor de los pucheros.

Y para Mary era una fiesta, una fiesta un tanto oscura, de interrogantes y lamentos que, colgando de un hilo, saltaban de tejado en tejado.


La pequeña Mary Royl le daba mucha importancia a los objetos, lo inerte. Le gustaba admirar el ingenio oculto en aquellos metales y maderas trabajados, convertidos en hábito de tan incardinado que estaba ya su uso en cada casa, y le gustaba pensar que una vez fueron novedad: que una vez hubo un primer objeto. “¿Quién fabricaría el primer martillo? –se preguntaba-. Y, sobre todo, ¿cómo haría para fabricarlo sin tener un martillo?”.

Y así caminaba la pequeña Mary: preguntándose cuál de los árboles del camino del Obispo sería el primero, o al menos el más antiguo; de qué olvidadas rocas procederían las piedras del puente sobre el río Tay; que quién inventaría el primer –por ejemplo- banco, que quién sería el primero en tener aquella brillante idea que ella admiraba. Quién sabría ver que la paz podía ser sentarse en uno de los bancos de los márgenes del Tay y contemplar el paso del río, y sus reflejos.

Pero todo se detenía cuando humeaban los pucheros.

Mary era una niña inteligente; raramente inteligente. Tanto que sólo quien supiera entenderla era capaz de ver hasta qué punto era brillante. Y cuando miraba al mundo y lo contaba muchos sólo sabían ver ternura, inocencia y cierta extrañeza –“¡Esa pregunta perece de Mary Royl!”, decían ya en Dunkeld cuando alguien se planteaba cuestiones más allá de lo obvio-. Pero no podían ver –casi nadie podía- cuanta verdad se escondía en sus dudas.

Y por eso le entristecían los pucheros.

“Los pucheros –decía- son los grandes confidentes de cada casa. Si pudiera hablar con un objeto, sería con un puchero”, dijo en cierta ocasión a Podgorny, el dueño de la tienda, que se mesó el bigote, tosió y no encontró mejor respuesta que regalarle dos cacitos para servir huevos pasados por agua.

Pero a Mary le entristecían los pucheros.

Quizá porque era la única persona de Dunkeld –se diría que de todo el Dál Riata- que escuchaba lo que los pucheros tenían que decir.

Y por eso a Mary le entristecían los pucheros.

Escuchándolos, Mary pudo construir una historia, una vida que es todas las vidas de Dunkeld en torno a un puchero. Aquel primer día, nuevo y perfecto, aquellas primera pintas de agua, el primer fuego, el primer hervor. El primer guiso, perfecto y lleno de sabores, germen de la nostalgia. Y después nuevos guisos, pero cada día un poco más amargos por el óxido del tiempo, aunque siempre –siempre- con un cierto aroma del primer momento, de las primeras estrellas de anís, clavo y cardamomo, canela. Y luego llega aquella torpe repisa sobre los bordes del puchero, que se duele cuando apoyan sobre él una tetera. Y cada vez más agua –cada vez hay más bocas que alimentar-, y aguas renovadas. Ya no sólo se hierve ruibarbo o calabaza; el puchero ya hierve pañales y calzones, vasos de cristal tosco. Y después, con agua nueva, las mismas recetas, y peores sabores –“¿Seguro que lo haces como al principio? Ya nada me sabe como antes”-. Y el puchero llora, llora lágrimas de vapor que se supuran a través del hierro, y entonces él dice –a veces es ella- que hay una grieta, una estría en el metal, que deberíamos comprar un puchero nuevo, porque han pasado cinco años. Y aquel puchero ya no es más que un cuenco de metal ennegrecido y lleno de vetas, y acaba fundido en hierro para borrar sus impurezas.

“Y nadie piensa, y nadie se plantea -se quejaban los pucheros-, que esas impurezas no son nuestras. Son de ellos ¡Es su vida, la que hemos albergado! ¡Son ellos, el sabor que ya no saben reconocer!”.

Los pucheros, inertes, gritaban. Y sólo Mary sabía escucharlos.

La muy pequeña Mary Royl, la muy atenta Mary Royl sabía –porque lo sabía- que en cada sorbo, en cada veta sobre el hierro, se mecía un caldo cada vez más turbio, un caldo de aciertos y errores –así que pasen cinco años, así que hayan pasado cinco años-, de vida y muerte, en el cual cada vez menos –ya sólo muy de vez en cuando- se encontraba ese sabor, esa partícula pura, ajena a todo, en el cual aún habita todo lo que una vez quisimos ser.

Todo lo que pudimos ser.

Y que ahora es un átomo de nada, perdido entre todo lo que no pudimos elegir. Y se funde, se arrasa; y se libra de impurezas.

Y de allí, a veces, nace un puchero nuevo. Y de repente todo parecía saber como antes.

“Pero lo curioso –solía decir Mary Royl cada vez que cruzaba la puerta de su casa, y dejaba el llanto de los pucheros atrás- es que sigue estando ahí. Eso sigue estando ahí”.

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