EL FUEGO

Desde hacía semanas, la pequeña Mary Royl dormía entre pesadillas. Cada noche se despertaba entre sudores fríos que no encontraban alivio ni en las mantas ni en las tisanas. Ni siquiera en la lectura de su libro, cuyas letras seguían saltando en busca de versos de alivio. Sólo al final de la noche, cuando la fragilidad de la luz rompía la penumbra, lograba cerrar los ojos y dormir, ya exhausta.

El pavor de Mary tenía causa y culpa: La iglesia de los huesos.

Semanas antes, la pequeña Mary Royl caminaba feliz por las calles de Dunkeld; feliz en el invierno y en la nieve; feliz de sus paseos y de su nuevo gorrito de lana. De tan feliz que estaba incluso se detenía a escuchar conversaciones ajenas mientras cubría de mermelada de jengibre uno de los scones que le sirvieron en la tetería.

Aunque ni siquiera pudo darle un bocado.

En la mesa de al lado, tres mujeres hablaban sobre el párroco del pueblo, que había decidido iniciar una colecta para restaurar la iglesia de los huesos.

La iglesia de los huesos era, con toda seguridad, el edificio más antiguo de Dunkeld. Databa de los tiempos del Dál Riata, aunque ya había quedado inservible para su uso. Despojado de techo y vidrieras, la iglesia era un edificio en piedra teñido de verde y musgo y rodeado de tumbas. Era, en verdad, el esqueleto de un edificio, y sus ventanales góticos, que en otro tiempo debían haber aprisionado cristales de colores, se asemejaban en verdad a huesos.

Aquellas mujeres hablaban de los conveniente de restaurar un edificio que desde hacía siglos no se usaba, y que de tan viejo parecía ya un producto de la naturaleza, un capricho en piedra. “Si el fuego lo dejó así –dijo una de ellas-, así se debería quedar”.

Mary Royl saltó sobre la montaña de cojines sobre la que se había aupado. ¿Fuego en Dunkeld? ¿Cuándo?, se preguntó. Y sobre todo, ¿cómo?

Mary, con nulo disimulo, se giró hacia las señoras con sus ojos, negros, grandes y curiosos, llenos de interrogantes. Sin formular la pregunta, encontró la respuesta.

“Ya sabéis como fue –dijo una de las mujeres, mientras miraba a Mary con una sonrisa cómplice-. Aunque hace tantos años, es difícil de olvidar. Una noche, sin que se sepa aún cómo, el fuego prendió en la catedral. Todos los enseres de madera prendieron con una rapidez inusitada, tanta que los hombres de Dunkeld no llegaron a tiempo de controlar la tragedia. Por muchos cubos de agua que sacaron del Tay nunca llegaron a poder controlar el fuego. Al menos, dentro del edificio. Su esfuerzo impidió que las llamas saltaran al camino del obispo. Cuando el fuego hubo consumido todo lo que había dentro de la catedral, sólo quedaron los huesos de la iglesia. Amanecia y aquella estructura de piedra ya sólo contenía humo y cenizas”.

“Y aún hoy –añadió la mujer, que miraba de reojo a la estupefacta Mary- no se sabe qué o quién pudo causar el fuego…”.

Mary fue presa del mayor de los terrores, tanto que salió corriendo hacia su casa, a buscar refugio en los almohadones de su cama ¿Cómo podían vivir tranquilas las gentes de Dunkeld sabiendo que allí habitaba un fuego espontáneo? ¿Un fuego tan pavoroso que podía destruir el edificio más grande que había visto en su vida? ¿Un fuego que, si apareció una vez, podría volver a presentarse?

Para la pequeña Mary Royl, la causa de aquel fuego sólo podía ser una cosa: un dragón. Lo tenía meridianamente claro: “Tuvo que ser un dragón, no hay otra. Nadie puede generar un fuego tan terrible mejor que un dragón. Y nadie puede huir mejor y más rápido de él que un dragón. Llenó de fuego la iglesia y después se fue volando. Y si vino una vez, podrá volver otra. Son rencorosos, los dragones…”.

Y Mary Royl ya no pudo dormir tranquila: ¡Existía un dragón que conocía el camino hasta Dunkeld!

Desde entonces, cada noche, temió por la vuelta del monstruo. Cada noche, cualquier crujido de la madera o reflejo en el cristal le parecía el dragón, regresando al lugar del crimen para completar la tarea.

Tan asustada estaba, tanto, que incluso confesó a Podgorny sus temores. Seguro que el tendero tenía entre sus enseres alguna cerradura contra dragones, o algún artilugio –algo, lo que fuera, no importaba cuántos botones costara- que la protegiera ante lo que, así se lo parecía, era una tragedia inevitable.

El tendero, como siempre, se rascó la cabeza, se mesó el bigote y le regaló a la pequeña Mary Royl unas preciosas tazas decoradas en azules y verdes.

Mary salió de la tienda entre decepcionada y enfadada. ¿Qué esperaba Podgorny, que se defendiera del dragón lanzándole la vajilla, por muy decorada en azules y verdes que estuviera?

El pesar de Mary Royl era tan evidente, tanto, que se hizo evidente hasta para Haddow, el boticario. En una de sus raras visitas a la taberna, se cruzó con Podgorny, que le contó “la última historia que esa pequeña Mary Royl ha almacenado en su cabecita”. La del dragón, la del temor al fuego.

Haddow, de natural correcto, abandonó la taberna sin haberse terminado la pinta de cerveza. En realidad, nunca se la terminaba: aceptaba la convención social de reunirse en torno al líquido fermentado, pero nunca le había encontrado la gracia a aquel sabor para él innecesariamente áspero.

No le costó mucho encontrarse con la pequeña Mary Royl, que caminaba somnolienta mirando al cielo cada poco, por si aparecía el dragón, tan temido.

Haddow, sin mediar palabra, tomó a Mary del brazo y se la llevó a su laboratorio. Alzó a la niña y la sentó sobre un tabuerete, frente a una pesa llena de cristales y placas de petri. Y dijo:

-Mary, esta noche vas a poder dormir. Vas a dejar de tenerle miedo al fuego. Te lo garantizo.

Mientras hablaba, sacó un pequeño fuelle de cuero, dos vasijas de metal y tres velas. Con cuidado de no asustar a la pequeña, las encendió. Tomó una jarra de agua y llenó una de las vasijas de metal. Y de un enorme bote de cristal sacó un puñado de lo que parecía arena, y llevó la vasija que restaba vacía.

Para Mary, todo lo que hacía el boticario le parecía una temeridad: ¿Pero cómo se le ocurría encender tres velas en una estancia donde todo, o casi todo, era de madera?

Haddow respiró hondo y miró a la niña a los ojos. Al fin, habló:

-Mary, pequeña Mary Royl. En l mundo todo está hecho de cuatro cosas, o al menos a partir de cuatro cosas. Y todo es pequeño al inicio. El fuego al que tanto temes, el que se cebó en nuestra catedral de los huesos, empezó siendo pequeño. Sí, tan pequeño –observó Haddow- como una de las llamas que prenden en las velas que miras con tanto pavor.

“Y si las miro con tanto pavor, ¿no crees que sería mejor apagarlas, pedazo de trucha hervida?”, dijo para sus adentros la pequeña Mary Royl.

-Eso es así, y siempre lo ha sido –prosiguió Haddow-. La lluvia más torrencial empieza con una sola gota. El viento más huracanado antes es una brisa. Y las rocas más grandes y pesadas que puedas imaginar, al principio, fueron minúsculos granos de arena que se juntaron con otros granos de arena.

“Me parece fantástico, besugo al vapor. Bonita lección ¿Apagarás las velas antes de que tú y yo nos convirtamos en un puñado de cenizas?”, gritó sin hablar la pequeña Mary Royl.

-Todo es agua, tierra, viento y fuego, querida Mary. Son los elementos, el punto inicial de toda cosa –señaló con un odioso punto de condescendencia Haddow-. Pero me has dejado sorprendido, la verdad. Te creía más observadora: ¿Cómo puedes temer al más frágil de los elementos?

“¿Al más… frágil? ¿Frágil has dicho, arenque en salmuera? ¿Quieres venir conmigo a ver lo que queda de la iglesia de los huesos después de que el frágil fuego llegara a visitarla?”, chilló Mary Royl, aunque sólo por los ojos.

-El más frágil, sí –insistió Haddow. A veces los ojos hablan con más rapidez que la lengua-. Porque como ves, el agua derrota al fuego –Haddow apagó la primera vela vertiendo sobre ella el agua de la vasija de metal-. Y también la tierra –la segunda llama se extinguió cuando el boticario vació la vasija llena de arena sobre la segunda vela-. Y, por supuesto, el viento –Haddow fue a coger el fuello, pero pensó que causaría mejor efecto si soplaba, corto y fuerte, sobre la tercera vela. Y la apagó-.

La pequeña Mary Royl enmudeció por completo. Ni siquiera en su cabeza, siempre tan transitada de ideas, se movía un pensamiento. Haddow, ante sus ojos, acababa de fulminar al temido fuego, al terrible fuego, en menos de diez segundos.

Mary tragó saliva. Sólo entonces, pudo hablar:

-Pero entonces… ¿El dragón?

Haddow suspiró.

El dragón, querida Mary, es sólo una inven… -el boticario paró en seco. Por un momento, y aunque le costara un ataque de hígado, tenía que dejar científico y hablar a esa niña en un lenguaje que entendiera. Se tomó un momento y encontró la manera-. El dragón, Mary, nos observa. Es cierto, nos observa. Cuando la catedral ardió hasta convertirse en la iglesia de los huesos la gente de Dunkeld también temía al fuego. No sabía que era el más frágil de los elementos. Ahora lo sabemos. Y el dragón, que nos observa, sabe que lo sabemos. Por eso nunca, nunca, ha regresado a Dunkeld. Ni regresará. No quiere que el lugar de su triunfo se convierta en la escena de su derrota.

La pequeña Mary Royl, absorta, bajó trabajosamente del taburete, musitó un leve “gracias” dirigido a Haddow y volvió hacia su casa.

A medio camino, miró al cielo. Todo eran estrellas. Ni rastro de dragones.

Cuando llegó a casa, observó que sobre la chimenea aún ardían unas brasas. Con cuidado, con esfuerzo, se acercó hacia su puchero. Tenía un resto de agua en el fondo. Lo volcó sobre la chimenea. Las brasas se extinguieron.

Incrédula, pero al fin tranquila, se dejó caer sobre su sofá de leer. Cerró los ojos.

Cuando se despertó ya era de día. Hacía tiempo que era de día. Había vuelto a dormir una noche entera. Sin pesadillas. Sin miedos.

“Es el principio de un gran día”, se dijo Mary Royl. Y pensó si la mejor manera de celebrarlo no era yendo a buscar un scone con mermelada de jengibre.

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