LAS PEONÍAS

La pequeña Mary Royl tuvo una vez un amigo especial. Diferente. Uno de esos amigos que, pese a sus idas y venidas –ella nunca entendió muy bien sus idas y venidas-, siempre estaba.

Aquel amigo era, algunas veces, el punto de arrojo que la pequeña Mary Royl no tenía. Por ejemplo, para probar un nuevo té. Y si le gustaba él, al poco, le regalaba toneladas, cantidades inimaginables –e inasumibles para alguien tan pequeño como Mary Royl.

Por él se compró gorritos y pompones, calcetines anchos y llenos de colores. Con él también compartía paseos y conversaciones. De alguna manera, la pequeña Mary Royl había encontrado la horma de su zapato. Cuando ella hablaba empezaba en un punto siempre imprevisible. Su imaginación hacía el resto, y la charla acababa teniendo una geografía imposible en la que muchos –casi todos, en verdad- se perdían. Pero él no. Aquel chico no.

En cada fiesta de las brujas, la pequeña Mary Royl y el chico vaciaban calabazas y recortaban figuras tétricas que acababan pegadas en los cristales. Y las velas, estaban las velas. “Una vez –se recordaba a si misma Mary, pasado ya algún tiempo- tuvo la remota idea de traer un viejo mortero, un mortero de piedra, de los que usaban de antiguo en el norte. Y un montón de velas viejas y mustias, de todos los colores. Tuvo la remota idea de cocer todas aquellas velas al baño maría y mezclarlas con flores, clavo, canela y trazas de anís. Después, llenó el viejo mortero con toda aquella mezcla y, mientras se quemaba los dedos –Mary no pudo reprimir una sonrisa-, metió cordeles encerados en aquel mortero. No recuerdo cuántos. Muchos. Demasiados”.

Aquel chico, que no tenía el corazón que decían que debían tener los hombres, estaba convencido de que así podría darle a Mary la mejor vela del mundo: la más aromática, la más luminosa.

“El resultado –Mary contuvo una carcajada, a pesar de que ya habían pasado años- fue una mezcla de olores y humos que empañaron ¡por dentro! todos los cristales de la casa. Casi morimos de risa y asfixia. Y hasta carbonizados: aquella vela resultó ser el principio de un buen incendio. Y aquel pobre no tuvo mejor idea que coger el mortero, salir corriendo hacia el puente y lanzarlo al Tay, con tal mala suerte de que Podgorny –Mary suspiró, casi de vergüenza- pasaba en aquel momento con su barca por el río. El mortero… Mpf… El portero cayó a plomo desde el puente, causando un agujero tal en la barca de Podgorny que cuando el tendero miró al cielo y cruzó su mirada con la mirada pálida de aquel chico el agua le llegaba ya a las rodillas”.

Al día siguiente, la pequeña Mary Royl se acercó a la tienda de Podgorny a pedirle disculpas. “Querida –le explicó su mujer- Angus está en la cama, con fiebres. Ayer debió excederse con… En fin. Dice que anoche, un demonio blanco de la fiesta de las brujas le lanzó una roca del averno y le hundió la barca. Llegó a casa empapado, en medio de ahogos… Pero no te preocupes, Mary. Son hombres. A veces hacen estas cosas”.

La pequeña Mary Royl, conocedora de la verdad, salió discretamente de la tienda mordiéndose el labio para no partirse de risa. Mientras la puerta aún se cerraba aún pudo oír la voz doliente de Podgorny, que gritaba: “¡Juro que vi un demonio anoche, maldita!”.

Y aún desde fuera de la tienda, Mary pudo escuchar a la mujer del tendero: “¡Angus! ¡Vigila esa lengua!”.

Claramente, la pequeña Mary Royl estaba encantada con aquel chico.

Pero si había algo que le gustaba compartir con él era su jardín. Sus flores. Sus peonías.

El jardín de Mary Royl era la envidia de todos los jardines. No por su arreglo –la precisión obsesiva por la jardinería en el Dál Riata no había calado en ella-, sino por su vida. Las flores crecían de forma agreste, aunque en realidad obedecían a los caprichos de Mary, antireina del orden, reina de las geografías enigmáticas y en forma de interrogante. La pequeña ordenaba en su orden aquel jardín, casi cada día, casi cada hora, con aquel chico, que tan bien parecía entender aquella maraña de bulbos y raíces que era bella y perfecta. Y todo el mundo la consideraba así. Aunque nadie era capaz de entender por qué.

Todo se volvió turbio una mañana, cuando Mary notó un orden en su desorden. En aquel jardín, su jardín sin ley, alguien había hecho cambios.

Aquel chico, el chico, consoló el llanto de Mary. Y trató de hacerle ver la ganancia en la pérdida. “Mary, no es tan malo. Así está mejor. Mira lo bueno: ahora tendremos más tiempo para ordenar… disculpa… para poner de nuevo el jardín a tu gusto”. Mary le creyó, o quiso creerle. Por primera vez, las mejillas de aquel chico habían tocado las suyas. No entendió demasiado aquel súbito rubor que vio en él.

El jardín –maldición, diría Podgorny- amaneció otra mañana vuelto orden. Alguien había puesto unas cercas mínimas de madera pintada en cal. Mary lloró de furia ¿Quién pretendía poner fronteras a sus flores? El chico, como siempre, buscó la forma de consolarla. “Mary, mira el lado positivo. Así distinguimos un jardín de otro”. La niña le miró con ojos grandes e incrédulos: ¿De verdad creía ese…. chico que su jardín podría confundirse con otro? Consciente de lo necio de lo que acababa de decir, el chico se echó al suelo y empezó a arrancar aquellas cercas. Mary se agachó para ayudarle, y él le extendió la mano. “Otra vez ese rubor…”, pensó Mary.

Muchas mañanas más, demasiadas para el aguante de Mary, su jardín amaneció ordenado. O condenado a un orden, por lo menos. Y siempre la solución fue la misma: llanto y furia, explicaciones del chico que no llegaban a ningún puerto y camino desandado. Y rubor, ese rubor.

La noche en la que la paciencia de Mary encontró límites, la pequeña decidió pasar a la acción. Cubierta por todas sus mantas y armada de café, decidió no dormir hasta que descubriera quién o qué intentaba poner límites a su jardín. “Es El Mayor Insulto Posible”, se repetía una y otra vez, como letanía, para no caer de sueño.

De repente, un crujido encendió sus alarmas. Y un claro sonido de tierra escarbada. Lo tenía. Sólo tenía que cruzar la puerta de su casa. Ya lo tenía.

Y se sorprendió ella, ella misma, por un súbito rubor. Había pensado –sería el cansancio- en el chico, en aquel chico, y en la alegría de contarle que el misterio ya estaba resulto.

Por eso su furia se paró en seco cuando, al salir de su casa y plantarse en su jardín vio, de rodillas y en plena zapa, al chico. A aquel chico. A su chico.

Era él. Era él. Era él el autor del Mayor Insulto Posible.

El chico se levantó. Era de noche, pero el rubor de sus mejillas cruzaba todas las oscuridades.

“Es que… es que… Pensaba, no sé, que algún día te aburrirías de mí. Que algún día algo podría cambiar. Y no sé, no sé, pensé que si tu jardín nunca estaba completo, siempre necesitaba un arreglo, siempre tendríamos una razón para vernos, para estar juntos”.

Fue, probablemente, la única declaración de amor sincera que Mary escuchó a lo largo de su vida.

Y Mary nunca supo, ni siquiera ahora, si hizo bien en lanzar aquella frase, aquel dardo de despedida; y nunca supo si estaba arrepentida o no de haberla pronunciado, y alguna vez pensó en cómo hubiera sido su vida de no haber derretido aquella amargura en sus labios. “Pero el hecho –se decía Mary para conciliar el sueño- es que lo dije. Lo dije”.

No siempre dormía.

Aquella noche del jardín ordenado iluminada por el rubor, Mary suspiró, tratando de dominar la ira.

-No vuelvas... -silbó entre dientes-. No vuelvas a tocar mis peonías.

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