EL RÍO

Un día de cada año, cuando Dunkeld celebraba la fiesta de una santa que nunca existió, el puente sobre el río Tay se llenaba de hombre, mujeres y niños que con caligrafías más o menos aceptables escribían en pequeños papelitos algo –se supone que secreto o misterioso- y los lanzaban al río, para que la corriente se los llevara. Al parecer era una larga tradición tan profundamente arraigada que se había olvidado su origen, y que en el ánimo de una canción (Throw your pain in the river | Leave your pain in the river | To be washed away slow) llevaba a todos los habitantes de aquel pueblo a lanzar su dolor al río. Era fácil: sólo había que escribir en un trozo de papel el motivo del dolor (amores, nostalgias, melancolías…) y el río se lo llevaría hasta hacerlo desaparecer.

La muy pequeña y muy observadora Mary Royl había notado que no funcionaba. Sin embargo, una vez al año, raro era el habitante de Dunkeld que no se acercaba al Tay a lanzar la esperanza de su desesperanza vuelta papel y tinta.

Pero sin embargo no funcionaba. Y Mary notaba como cierto gris era cada vez más frecuente en las almas de Dunkeld. Y que el llanto, no hacía mucho un suceso extraño, se había convertido en hábito en algunos rostros.

En eso pensaba la pequeña Mary Royl mientras paseaba aquella tarde por el camino del Obispo: en por qué, sin explicación aparente, Dunkeld se había convertido en un sumidero de tristeza. Y de tan ensimismada que andaba en su pensamiento, no se había dado cuenta de que había dado la vuelta al camino del Obispo, vuelto a Dunkeld, cruzado el puente sobre el río Tay y vuelto por la otra orilla, que al poco ya era la orilla de otro río.

Y sólo un estruendo de agua, cada vez más intenso, sacó a la pequeña Mary Royl de su ensimismamiento somnoliento. Conforme avanzaba, se acercaba a una cascada. Una cascada que desconocía.

La pequeña Mary Royl, fascinada, olvidó casi por completo el dolor de los habitantes de Dunkeld. Encaramándose a un alto, pudo contemplar la caída del agua: cómo la espuma bramaba en cada salto, cómo acariciaba las rocas, que el tiempo había afilado, cómo de roca en roca, y en breves saltitos, podía cruzar de orilla a orilla del río.

Todo se detuvo cuando encontró un imposible. Un montón de rocas –algún paseante, o quizá algún animal de tamaño notable, debía haber pasado por allí- habían caído en el lecho del río, con tal suerte que acabaron formando una especie de dique. Y allí, por alguna razón, la espuma que formaba el agua era amarillenta y pacífica.

Mary se acercó. Le pareció una nota de color extraña en aquel universo de verdes. Le pareció un contradictorio remanso de paz en medio de rocas salvajes.

Poniéndose en cuclillas y con mucho cuidado de no caerse –el equilibrio nunca se contó entre las virtudes de Mary Royl-, la pequeña acercó una rama a aquella masa. Tras repetidos intentos –la quietud del pulso tampoco se contaba entre las virtudes de Mary Royl- logró atrapar un pedazo de aquella masa.

Cuando dejó de gotear por las esquina, Mary pudo ver con claridad que aquello que le parecía tan desconocido, era en realidad una cuartilla de papel, de un papel lo suficientemente denso como para no haberse deshecho en el agua. Con cuidado de no deshilacharlo, Mary puso el papel sobre una roca. Utilizando dos ramas como pinza, y –por supuesto- nunca antes de varios intentos, consiguió deshacer las dobleces.

Era uno de los papeles que los habitantes de Dunkeld lanzaban al Tay.

Por algún milagro que ella no podía entender, aquellos papeles habían remontado la corriente, entrado por la boca de aquel afluente del río y encontrado paz y calma en ese sumidero de rocas, en ese dique de casualidad.

No encontró otra explicación.

Mary tenía allí, ante sí, los miedos que atenazaban Dunkeld.

La pequeña Mary Royl, no sin antes pensar si no estaba cometiendo una indiscreción difícilmente perdonable, se decidió a leer lo que ponía en aquel papel. Era como entrar en casa ajena, en secreto inconfesable. Pero leyó:

Catalina, Catalina: no dejes que mi mujer me abandone. Dale paciencia”.

Quien firmaba aquel escrito, quien tenía aquel miedo, era Podgorny. El tendero Angus Podgorny.
A Mary le costó entenderlo: conocía pocas mujeres en Dunkeld tan enamoradas de su marido. Y sí, es cierto, discutían con frecuencia, y maldecían en voz alta, pero nunca, nunca jamás, pudo haber pensado que Podgorny temiera que aquella buena mujer le abandonara. “¿Es que está ciego?”, pensó Mary. “¿Cómo puede dudar de lo que es evidente? Ella nunca se irá. Podgorny delira”.

Mary siguió atrapando papeles. Y en cada papel encontraba lo mismo: miedos y dudas. Haddow, sin ir más lejos, temía por perder la luz de su mente. Mary se sonrío ¿Cómo podía ser ese el miedo del hombre más inteligente de Dunkeld? Los hombres que aburrían cervezas en alguna de las tabernas imploraban para que sus mujeres siempre estuvieran en casa al volver; las mujeres, sus mismas mujeres, pedían que aquellos hombres nunca dejaran de volver a casa. Y no pudo evitar reír cuando vio que aquella mujer que metió el miedo en su menudo cuerpo contando la imposible historia del dragón que quemó la catedral de los huesos pedía a Catalina, la santa que no existió, que aquel dragón nunca volviera a pisar el Dál Riata

Al cabo de un largo rato, Mary ya había leído todos los miedos y dolores de los habitantes de Dunkeld. Y le sorprendió que todos, todos y cada uno de ellos, sólo estuvieran en sus cabezas. Y que ninguno se sostuviera en la realidad.

“Es curioso –se dijo la pequeña Mary Royl- todo lo que uno no temería si tuviera la capacidad de ver”.

Pero los miedos estaban allí. De algún modo, aquel sumidero accidental retenía todo ese dolor en aguas de Dunkeld. Y por eso cada vez había más gris, más sombra y más llanto en el pueblo. Los miedos enquistados no se alejaban de sus dueños, y la vieja canción nunca terminaba. El último verso nunca sonaba:

To be washed away slow.

Pero Mary sabía lo que tenía que hacer.

Volvió a lanzar todas las cuartillas al sumidero. Después de coger las puntas de su jersey, la pequeña Mary Royl saltó al río. Y con toda su fuerza, que era poca pero la compensaba con gran convencimiento, empezó a mover las rocas que formaban el dique. Una a una, en una tarea titánica para alguien de músculos tan breves como Mary Royl. Con dolor y esfuerzo, logró apartar aquellas rocas, algunas tan grandes como su cabeza. Y cuando logró empujar la última, el ímpetu le hizo caer a cuatro patas sobre el agua. Se había empapado por completo. Pero no tuvo tiempo de maldecir su suerte: aquellas cuartillas, los dolores y miedos de todos los vecinos de Dunkeld, ya flotaban corriente abajo. El río los arrastraba, suave y lentamente, hacia la boca del Tay. Hacia el mar. Hacia el olvido.

Mary Royl, corriendo y tropezando por la orilla, siguió el curso de aquella masa, cada vez más desperdigada, de ruegos y plegarias. Vio como entraban en el Tay, como cruzaban, al menos por segunda vez, el puente. Y cómo se desvanecían en el horizonte.

To be washed away slow.

Y justo en el momento en que dejó de vislumbrar aquella flota de lamento escuchó un suspiro de alivio tan profundo, tan enorme, que hizo que las copas de todos los árboles de Dunkeld temblaran.

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