LA PELOTA

La pequeña Mary Royl fijó la vista en el horizonte, respiró hondo y arrancó a correr. A su alrededor un buen montón de jóvenes vestidos de verde y azul corrían haciendo eses. La turba se dirigió hacia ella; frenó en seco. Cuando aquel contingente feroz pasó, Mary se agarró los bordes del jersey –de tan pequeña que era todos los jerseys le llegaban hasta las rodillas- y siguió corriendo. Los hombres vociferaban, las mujeres miraban con pavor a través de las ventanas y de los visillos. Se oyó un gran golpe: la turba cambió de sentido y se dirigía contra Mary. La pequeña se agachó hasta hacerse un ovillo, y nunca pudo entender como no acabó pisoteada por aquel grupo caótico que parecía guiado por un ciego. Al fin, siguió corriendo y llegó hasta la puerta de su casa. Miró hacia atrás y en su cabeza se formó una idea que no supo verbalizar: Mary no conocía insultos ni palabras gruesas. Pero si alguien la hubiera contemplado hubiera visto algo parecido al odio en sus ojos.

Al fin, la pequeña Mary Royl entró en su casa. Poco a poco el corazón volvió a su sitio; poco a poco recuperó la respiración. “Así debían ser –se dijo- las guerras en el Dál Riata”.


Pero no había guerra en Dunkeld. No la habría en muchos años. Lo que había era un juego, un juego nuevo que orbitaba alrededor de una pelota.

Hacía tiempo, una caravana de comerciantes se instaló junto a la iglesia de los huesos, en la orilla del río Tay. De entre las muchas cosas que vendieron una fue una esfera hecha de piel y rellena de aire, que botaba torpemente, y que, dijo el comerciante, tenía mucho éxito en el sur. A pesar de que los vecinos de Dunkeld, y de todo lo que fue el Dál Riata, no tenían en demasiada estima a lo que viene del sur –“Todo el mundo parece despreciar lo que viene del sur”, se decía la pequeña Mary Royl-, alguien adquirió aquella esfera. Aquella pelota. Junto a ella, el comerciante entregó al comprador –nadie recuerda bien quién fue- un pliego de reglas y medidas que ordenaban un juego que se llamaba fútbol. Pelota y pies. Al parecer, no necesitaba de mucho más para jugarse.

Aquella misma tarde un grupo de jóvenes se dispuso a inaugurar la compra. Los que se juntaron se dividieron en dos: los del este de la calle del puente formarían un equipo; los del oeste, el otro. El tendero Podgorny, que andaba por allí –seguramente fue él quien compró la pelota- se estableció como la persona que dirimiría las disputas entre equipos –además, una leve cojera que arrastraba desde el día de la explosión le imposibilitaba para el ejercicio físico. Y aquel juego de la pelota, parecía, necesitaba de cierto fondo físico-.

Al cabo de unos minutos, un sonoro estruendo despertó al sesteante pueblo de Dunkeld. Fue el primero de los muchos que se repetirían varios domingos seguidos. Los vecinos del oeste habían conseguido empujar la pelota hacia más allá de los dos troncos que limitaban lo que llamaron puerta del equipo de los vecinos del este. El griterío acercó a unos cuantos vecinos a la calle del puente –se había decidido llevar a cabo aquel juego en la calle central del pueblo-. Al poco, los vecinos del este llevaron dos veces la pelota hasta la portería de los vecinos del oeste. Como las primeras burlas hacia los chicos del oeste ya empezaron, particularmente en el portal de la orilla este en el que se apoyaba el tonel en el que muchos de los hombres de Dunkeld ahogaban las tardes en cerveza, los vecinos del oeste respondieron animando a los suyos. Entre patadas, gritos y torpeza, los del oeste lograron llevar la pelota de nuevo hasta la portería del este. Al poco, el partido terminó: la tarde caía, el agotamiento era evidente y apenas quedaba ya luz del sol para seguir jugando.

Decidieron que al cabo de una semana volverían a verse las caras.

Y así empezó la desgracia de la pequeña Mary Royl.

Cada domingo, la pequeña Mary pasaba la tarde en el camino del Obispo. Y cada domingo tenía que volver al pueblo y escurrir su menudo cuerpo mientras cruzaba la calle del Puente y aquellos chicos se perseguían entre gritos y patadas. La pelota –la bomba asesina, la llamaba Mary- era sólo una amenaza más para su menudo cuerpo.

El paso de las semanas hizo más intenso aquel duro juego. Como quiera que la pelota, tras recibir una patada, había roto más de un cristal de Dunkeld, y como las mujeres de aquellas casas sólo aceptaban remendar el cuero si se les pagaba la reparación, los hombres que acudían a ver el esfuerzo de los vecinos del este contra los vecinos del oeste acabaron pagando algunas monedas por presenciar el partido. Con aquel dinero hacían un fondo común que servía para reparar las ventanas rotas. También sirvió para comprar tela, verde y azul, con la que hicieron camisolas para distinguir a los equipos. Los del lado del oeste, que era el de la iglesia, vistieron de verde; los del este, de azul.

Con el tiempo fue tanta la gente que iba a verles y tanto el dinero recaudado, que el sobrante empezó a repartirse entre los jugadores. Y surgieron las polémicas vecinales: uno de los chicos del este de la calle, el que más veces había llevado la pelota hasta la portería de los delo este, se mudó precisamente el oeste del pueblo, y a jugar con el otro equipo. Al poco se supo que uno de los vecinos de ese lado del pueblo le había alquilado una habitación a un precio muy rebajado. Durante días, el pueblo quedó partido en dos, y ningún vecino del este habló con los del oeste.

Mientras tanto, Mary Royl había comenzado a sentir empatía hacia la pelota. Harapienta, remendada y pateada, nadie le prestaba la menor atención. De todos, Mary era la única que prestaba atención a aquella esfera que cada domingo amenazaba con noquearla. (Aunque no sólo ella prestaba atención a la pelota, exactamente. Hadddow, el boticario, un hombre de ciencia, trataba infructuosamente de hacer entender a los muchachos que a base de patadas no progresarían en el juego. Tenía la loca teoría de que la trigonometría –palabra que la mitad mas el doble de los habitantes de Dunkeld nunca podría pronunciar, y menos entender- debía ser la base de ese juego, y que las patadas al balón debían ser suaves y precisas, más bien cortas, para desplazar la pelota con mayor precisión. Huelga decir que nadie le hizo caso, excepto las mujeres de Dunkeld. Los principios de Haddow supondrían el fin del riesgo para sus ventanas y visillos, y el fin de los remiendos de la pelota, que empezaba a tener más cicatrices que piel).

Hasta que un día, sucedió.

Mary lo vio todo. Pudo verlo todo mientras esperaba a encontrar un camino entre la maraña de piernas de los chicos del fútbol.

Por un azar del juego, un vecino del oeste se encontró con la pelota y ningún rival enfrente. Era una situación poco habitual. Con toda su fuerza –y con toda su torpeza- pateó aquel balón remendado que se elevó sin criterio alguno hasta estrellarse –Podgorny palideció- contra el ventanal de la tienda de las teteras. La pelota penetró aquella cristalera con tanta fuerza y con tanto acierto que acabó atravesada en un enorme cuchillo de carnicero que Podgorny había tratado de vender aquellos días.

Cuando el tendero desensartó la pelota, o lo poco que empezaba a quedar de ella, todo el pueblo se arremolinó a su alrededor, como si contemplaran un cuerpo moribundo.

Las mejores zurcidoras de Dunkeld se acercaron al corrillo: quizá ella pudieran devolver aquel pliegue de cuero y remiendos a su forma original. Los chicos, los hombres, las recibían con la esperanza con la que se recibe al cirujano, y las despedían con el fondo de tristeza con el que uno despide al forense cuando confirma que no hay cura.

La pelota había muerto.

Aunque no se le guardaron muchos días de luto.

A la semana siguiente, Dunkeld quedó sorprendida por un sol temprano y un calor inédito. Los vecinos del pueblo –este y oeste: sin las camisolas ya no había diferencia- acudieron a la orilla del río Tay, la cercana a la iglesia de los huesos, y pasaron el día bañándose y divirtiéndose. Tanto, que nadie advirtió como llegaba de nuevo aquella caravana de comerciantes que volvía a traer una pelota: esférica, brillante y sin remiendos. La caravana vio que su ubicación habitual estaba ocupada por bañistas, risas y cerveza. Pasó de largo. Y ya no volvió a Dunkeld, donde poco a poco la gente se olvidó del fútbol.

Pero hubo alguien que no lo olvidó. Ella, por supuesto. La pequeña Mary Royl.

Aquel mismo domingo luminoso, mientras la muy pequeña Mary Royl refunfuñaba –nadie tenía menos aprecio por el calor que aquella diminuta persona que de tan pequeña ni sudaba pese a la temperatura y pese a llevar un jersey de doble cuello-; aquel mismo domingo luminoso, en una esquina, Mary se encontró con lo que había sido la pelota. Vuelta un harapo, desinflada y sin remedio, había caído en el olvido.

Mary sintió pena por ella, la cogió, y la acunó como si se tratase de un gato recién nacido.

Al día siguiente, el frío volvió a Dunkeld –el tiempo tiene esas rarezas en el Dál Riata-. En su casa, sentada con las piernas cruzadas en su sofá de leer y ante la chimenea, Mary pensaba con cómo devolverle a la pelota su dignidad perdida (porque Mary pensaba que las cosas, y no sólo las personas, tienen dignidad).

Con una tijera hizo más profundo el corte superior de la pelota. Con una tena gruesa de flores bordadas ya había reparado el tajo inferior de aquel retal de cuero. Con paciencia, la vació de contenido. Y con más paciencia aún revistió el interior de la pelota con una tela que conservaba de una navidad anterior, una tela roja salpicada de muñecos de nieve y abetos. Entre el cuero y la tela dejó un espacio, cierta holgura que rellenó con la lana que recogía de las zarzas –la lana que las ovejas, antes de esquilarlas, dejaban prendida de las ramas de las plantas: era la lana más fina, más pura-. Cuando hubo terminado, frotó el exterior, el pateado cuero, con aceite perfumado en lavanda. Contempló satisfecha su obra: aquella pelota maltratada había dejado de serlo y se había convertido en su nuevo costurero, lleno de agujas y ganchos; de botones y ovillos de lana de todos los colores.

Y mientras el recuerdo del juego, la pelota y los pies se desvanecía en Dunkeld, Mary pasaba los domingos tejiendo, después de su paseo por el camino del obispo, junto a una taza de té y sosteniendo entre sus piernas lo que una vez había sido una pelota.

Lo que seguía siendo una pelota, en esencia. Por eso, de vez en cuando, la pequeña Mary Royl acunaba a ese pedazo de cuero envuelto en cicatrices, como si quisiera arrancar de él los recuerdos de las patadas y el maltrato. Como si quisiera borrar el dolor.

Porque pensaba que las cosas –y no sólo las personas, y así se lo decía- también tienen dignidad. Y cuando le preguntaron por qué, respondió: "Porque las cosas es donde se alojan los recuerdos. Y los recuerdos son lo único que sobrevive a la pérdida".

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