EL VAPOR

Aunque Dunkeld todavía no se había recuperado del susto causado por la explosión, la pequeña Mary Royl volvía a ser la criatura tierna y risueña de otras épocas. El motivo, claro, era la cercanía de la Navidad, anunciada con puntualidad por el siempre precoz invierno.

Todo empezó la tarde en que Mary se asomó a la ventana, apoyó su naricita en el cristal y no vio mucho más allá. Por fin había llegado la niebla.


En el universo de la muy pequeña Mary Royl, la niebla era el anticipo del invierno. En su particular cosmogonía, la niebla era algo así como la avanzadilla de la nieve: se adentraba en todos los rincones del mundo y calaba el interior de todo lo creado con su frío intenso, preparando una especie de campo de batalla en el que, con total seguridad, los copos de nieve resultarían vencedores. Así es como la nieve cuajaba. Por ese motivo, para prepararse bien para el invierno, Mary correteaba por las calles irresponsablemente, con la boca abierta y mirando al cielo, para tragar toda la niebla que pudiera y acomodar su cuerpecito al invierno. Su teoría –Mary una teoría andante- es que el invierno reconocería su devoción, y no sólo llegaría antes, sino que se quedaría más tiempo.

Por eso, también con mucha irresponsabilidad, Mary acompañaba sus carreras alocadas con un cristal, algo mayor que su cabeza, que sostenía con los brazos en alto. Había observado que la niebla tendía a reposar sobre los cristales –“Los confundirá con el hielo”, razonaba- y que esa nieve condensada se convertía en agua en el calor de su casa. Poniendo el cristal en un ángulo correcto, Mary recogía la niebla vuelta agua, y la utilizaba para regar sus flores. “Los colores son más bonitos cuando los riegas con agua de niebla”, sostenía Mary ante los incrédulos vecinos de Dunkeld.

Y tal vez no fuera esa la razón, pero lo cierto es que ningunas flores de Dunkeld tenían mejor aspecto que las de Mary Royl.

No obstante las teorías de Mary, cierto encuentro con el boticario Haddow cambió su percepción de la niebla. Para siempre.

En una de sus imprudentes carreras –afortunadamente, en una de las que emprendió sin el cristal sobre su cabeza-, Mary chocó con Haddow. Tan fuerte que le tiró al suelo. Mary se excusó y se explicó: la niebla, el invierno, las señales… El boticario, que consideraba a Mary la única persona lúcida de Dunkeld, se sonrió.
-Vaya… Es una bonita teoría, pequeña… Lo curioso, ¿sabes lo realmente curioso? Que la niebla, es en realidad, una nube que ha bajado del cielo –Mary abrió los ojos con asombro-. Sí… Mira: durante el verano, parte del agua del mundo, por el calor, se evapora…. Se convierte en ese mismo humo que ves salir de tu tetera. Y se eleva al cielo, donde se enfría, y pasa de ser vapor a agua. Y cuando –Haddow, otra vez, se puso a buscar las palabras que le hicieran explicarse-… Cuando vuelve a hacer frío sobre la tierra, algunas de esas nubes bajan a ras de suelo, y devuelven su agua a la hierba, a los árboles, a nuestro río Tay… Y sí, tienes razón. De alguna manera la niebla anticipa el invierno.

Mary se quedó con la boca abierta. Tan abierta y tan incrédula que se alejó de Haddow dando breves pasos de espaldas, hasta que salió corriendo en dirección opuesta.

El boticario vio como la niña se alejaba. Sintió cierta pena. Hasta entonces y desde el incidente del puente, la niña no había vuelta a dirigirle la palabra, aunque siempre se detenía a escucharle.

Mientras, Mary continuó su carrera hacia la Gran Tienda de Teteras de Dunkeld. Cruzó la puerta y antes de que ésta se hubiera vuelto a cerrar ya estaba frente al tendero, tratando de recuperar el resuello.

El tendero se asustó: desde el día que el cielo se volvió rojo no había vuelto a dormir una noche seguida.

-Mary –dijo-, no me pegues esos… En fin. Da igual. Dime, ¿qué quieres?
-Dentro de poco es Navidad-, respondió Mary
-Ajá… ajá… -el tendero, discretamente, se puso el índice de la mano izquierda sobre su muñeca derecha, tratando de controlar su pulso-. Y eso significa que…
-Eso significa que vengo a pedirte mi regalo.

El tendero suspiró. Parecía que sus pulsaciones iban a bajar de cien, pero volvieron a subir. El recuerdo de los trabajos para construir la chimenea de Mary Royl tenían la culpa.

-Está bien –el tendero palpó con las manos hasta que encontró un taburete en el que apoyarse-. ¿Y este año, qué vas a querer? Piensa que hemos pasado días duros y…
-Una máquina de vapor-, soltó Mary.

Cuando Mary sabía lo que quería todas las palabras le sobraban.

El tendero arrugó el bigote.

-¿Una máquina de vapor? –preguntó el tendero, que se llamaba Podgorny- ¿Y para qué?

Mary se encogió de hombros. Qué pregunta tan simple:

-Pues para hacer vapor…

El tendero suspiró: “Aquí está. Otra de esas conversaciones que me va a costar algún año de vida…”

-Vamos a ver, Mary… -Podgorny buscaba algo de paciencia en sus bolsillos-. Claro, para hacer vapor. Lo entiendo. Pero el vapor se emplea para otras cosas. Para mover los trenes, por ejemplo. O para…
-No. No es eso. ¡No es eso! Yo quiero una máquina que haga vapor.
-Mary… -el tendero sintió un pinchazo en el pecho-. Lo entiendo. Lo entiendo. Pero mi pregunta es… ¿Para qué quieres ese vapor?
-Pues para hacer vapor. ¿Para qué sirve una máquina de hilar? Para hilar, ¿no? Pues para eso quiero yo una máquina de vapor. Es decir, para hacer vapor…

Podgorny se preguntó qué valía más: si hacer entender a la niña lo que quería decirle o llegar vivo a su casa por la noche.

-Está bien. Perfecto. Una máquina de vapor. No te preocupes, se lo diré a los hombres esta noche…

El tendero no había terminado la frase cuando Mary, saltando sobre su propia sonrisa, ya había salido de la tienda. Podgorny tomó aire, sorbió un poco de té y se dejó caer sobre los cojines de lana que tenía sobre la mecedora. Se llevó de nuevo la taza a la boca.

Como un rayo, Mary abrió de nuevo la puerta de la tienda.

-¡Gracias, por cierto!-, gritó. Y desapareció de nuevo.

Mary no pudo oír la maldición que profirió Podgorny, que no ganaba para sustos. Ni cómo la señora Podgorny le recriminaba su lenguaje: “¡Angus! ¡Vigila esa lengua!”.

***

Más tarde, aquella noche, un grupo de hombres llamó a la puerta del boticario Haddow. Le expusieron la situación: “La pequeña Mary Royl nos ha pedido su regalo de Navidad. Quiere una máquina de vapor. Y como usted es el único que entiende las rarezas de esa niña, le hacemos responsable a usted del regalo. Tiene que entendernos: lo último que queremos es saltar por los aires”.

Haddow, claro, no supo cómo decir que no. Cuando el grupo se marchaba, se atrevió a preguntar:
-Caballeros… Tengo una duda. Ciertamente, Mary es una niña extraña, pero yo la tengo en gran estima. Ustedes, por el contrario, cada vez parecen más… cómo diría… airados con la pequeña. Sin embargo, nunca dejan de consentir sus deseos, nunca dejan de contemplarla con ternura –hizo una pausa- nunca dejan de atenderla y consentirla. Y me preguntaba cómo es posible este comportamiento tan opuesto entre los hombres de Dunkeld…

Tras un breve silencio, Angus Podgorny tomó la palabra.

-Boticario… No sé qué insinúa, pero tenga en cuenta una cosa: todos los hombres de Dunkeld somos recios y no nos dejamos convencer de cualquier manera, y quien diga lo contrario miente. Pero los hombres de Dunkeld compartimos lecho con las mujeres de Dunkeld. Y queremos seguir haciéndolo ¿Entiende lo que le quiero decir?

Haddow no precisó de más explicaciones.

***

Pasadas tres semanas, Haddow fue en busca de Podgorny. Entró en la tienda con sigilo, anticipando cada movimiento que hacía: el tendero era famoso por su mal despertar, y en ese momento dormitaba sobre una mecedora de madera.

-Podgorny… Podgorny… -susurró-. Ya he terminado el regalo de Mary. Tendríamos que pensar en cómo trasladarlo a…

El tendero abrió los ojos de súbito. Se llevó el índice izquierdo a la muñeca derecha. Pasó un minuto, y no fue capaz de encontrarse el pulso. Como siempre.

-Está bien, Haddow. Está bien. Tenga todo listo en su casa mañana a primera hora. Iremos unos cuantos a trasladar… eso.

A la mañana siguiente, al menos una docena de hombres de Dunkeld arrastraban pesadamente un ingenio cubierto de lona. Eran apenas unos centenares de metros desde la botica hasta casa de Mary, y a pesar del esfuerzo, ninguno de ellos renegó, juró en falso, o maldijo a nada ni a nadie. Seguramente porque las mujeres de Dunkeld contemplaban la escena del esfuerzo de aquellos hombres sudorosos.

(Junto a las mujeres, el presbítero de Dunkeld también contemplaba la escena. Nadie notó el íntimo esfuerzo que hacía por evitar que se le escapara una sonrisa tibia).

Cuando la máquina estuvo instalada dentro de la casa de Mary Royl, la pequeña saltaba de alegría sobre su sofá de leer. Y allí se quedó, mientras los hombres se alejaban, a prudente distancia de sus mujeres. El presbítero seguía observándoles.

***

Y así llegó la Nochebuena. Mientras en la intimidad de cada hogar las sonrisas eran cada vez más abiertas y la alegría mayor, Mary Royl puso en funcionamiento su máquina de vapor. Desde hacía días no había encendido su chimenea, y aquella mañana de frío polar había dejado la puerta y todas las ventanas abiertas.
Entre el interior de la casa de la pequeña Mary Royl y el exterior no había diferencia de temperatura.
Mary encendió la máquina. Al poco, el vapor salió, y empezó a condensarse. La pequeña había cubierto determinados muebles –los sillones, los armarios, su biblioteca de un solo libro- con sábanas. Como preveía, el vapor había empezado a convertirse en agua.

Afuera, la corriente del Tay desplazaba algunas placas de hielo. Así era el frío.

Y no había diferencia de temperatura entre el exterior y el interior de la casa de Mary.

Poco a poco las minúsculas gotas de agua se fueron haciendo más pesadas. La máquina rugía. Dentro de casa de Mary todo se fue volviendo más turbo. Más difícil de ver. La pequeña Mary Royl abrió los ojos. Muchísimo. Poco a poco empezó a verlas. Sí, eran ellas. Ahí estaban.

Las sombras grises.

***

Tres semanas antes, cuando tropezó con Haddow y cayó al suelo, adivinó una sombra detrás de Haddow. Mientras el boticario hablaba, ella no dejó de mirar a su espalda. No estaba segura pero aquello era… Un caballo. Sí, un caballo. Un caballo gris y blanco, difuminado entre el frío. Sobre él montaba un hombre. Mary lo reconoció: había visto retratos suyos en los libros de la biblioteca.

Era uno de los reyes del Dál Riata.

La imagen se difuminó. Haddow seguía hablando. De repente, un globo, una especie de globo de forma apepinada tomaba forma y empezaba a elevarse. Bajo él se erguía una gran torre coronada por un reloj. Mary había visto aquella imagen en alguna parte. Sí, sin duda: aquel inmenso reloj es el que acababan de construir no hacía muchos años en Londres, y cuyo dibujo habían publicado en alguna gacetilla… Pero aquel globo, aquel gigantesco, inmenso globo… ¿Qué era?

***

Mary lo comprendió todo. Al hilo de lo que hablaba Haddow, y que ella sólo comprendía en segundo plano, lo comprendió todo. El vapor, las nubes, el frío, la niebla. Es siempre el mismo agua, desde el principio de los tiempos y hasta el final de los tiempos. Y cuando la niebla rodea las formas, se queda con ellas, las conserva y las traslada. A Dunkeld y a cualquier otro punto del mundo. Del hoy al mañana, del mañana al ayer. Ella misma, justo en este instante, puede estar siendo una sombra gris, quién sabe dónde, quién sabe cuándo.

Por eso la pequeña Mary Royl salió corriendo. Por eso pidió una máquina de vapor. Para capturar la niebla.

Para ver la historia.

Aquella Nochebuena la historia se reveló ante Mary. Ante ella pasaron siluetas de todos los tiempos, imágenes antiguas y aún por suceder. Pasó la alegría y el terror, y Mary conoció todos los secretos: los chupadores de sangre, las hadas, el tiempo de los dragones. Las princesas y las guerras antiguas. Las rosas marchitas amarradas a los puertos. La forma de todos los cielos.

Tendrían que pasar muchos años, muchas noches de vapor, agua y niebla; de emoción, miedo y sonrisas, hasta que Mary considerara que había visto toda la historia.

Y pudo contemplar tantas cosas, tantas, que no pudo ver lo más obvio.

Lo más aterrador.

De quién era la sombra que durante años, y detrás de ella, la observaba.

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