EL ESPEJO

Resultaba intolerable. A todas luces intolerable.

La pequeña Mary Royl rara vez se enfadaba. Es más: había que ir muy, muy lejos para que enseñara los colmillos o levantara la voz. Pero aquel espejo había cruzado la línea hacía tiempo. Far long ago.

Aquel espejo había entrado en su vida, como casi todo, en invierno. Se lo compró a un viajero que cruzaba Dunkeld en busca de las costas del perdido Dál Riata. Y debía de ser, en efecto, hombre venido de tierras muy lejanas porque para sorpresa de Mary tomó monedas y no botones cuando pagó. La pequeña Mary Royl no le dio más importancia: estaba fascinada con aquel espejo enmarcado en madera vieja, blanca y rota, desgastada en las juntas; con aquel espejo que abultaba el doble que ella; con aquel espejo en cuyas esquinas se habían formado humedades, sombras y vahos y daba a todo lo que reflejaba aspecto de tiniebla antigua.

(Y Mary recordó aquella historia que imaginó, y que un día contará, de una máquina de vapor)

Pero el insolente espejo ya sólo le traía amargura. Desde poco antes de la fiesta de los rábanos y las brujas ya no devolvía las imágenes que Mary le ofrecía. Hacía lo que le venía en gana.

Cuando Mary se miraba en el para asegurarse de que su gorrito le tapaba las cejas, aquel espejo reflejaba una figura filiforme y severa, embutida en un vestido negro y rodeada con un delantal bordado, que se ajustaba una cofia en la que, bordado blanco sobre blanco, se leía: Marianne.

No era un nombre cualquiera. La pequeña Mary Royl una vez fue Marianne. Un nombre que destila sombra y sobriedad -y en el que nunca se sintió a gusto-. La gente que la quiso, que fue mucha, siempre la llamó pequeña Mary Royl. Marianne quedó para los registros amarillos de polvo y tiempo.

Pero volvamos al espejo, al descarado espejo, al impertinente espejo en rebeldía. Al espejo que, cuando Mary lo tapó con una sábana, buscaba las esquinas y los pliegues para asomar gestos severos, labios planos, muecas de disgusto. Al espejo ante el que Mary se hallaba, ya sin saber qué hacer.

De pronto, alguien llamó a la puerta. Más malas noticias. En el toc-toc-toc sobre la madera Mary ya había adivinado la empuñadura de plata del bastón de Rufus Rooftop. El viejo, amargo y redencionista Rufus Rooftop.

Aquel hombre, sin que nadie se lo pidiera, había decidido hacer de Mary su causa. Y su causa es que Mary fuese Marianne –era ya la única persona que le llamaba así: Marianne-.

Rufus Rooftop siempre llamaba a la puerta, y en el toc-toc-toc impertinente se dejaba la educación. En cuanto la pequeña Mary Royl abría la puerta, Rooftop cruzaba el umbral, desprotegía su angulosa cabeza de su chistera –y Mary se preguntaba por qué ese hombre no se compraría una chistera cuadrada-, dejaba caer el abrigo en la mesa y dejaba caer su gruesa arquitectura, su arquitectura de vicio e incontinencia, sobre el sofá de leer de Mary -¡Sobre el sofá de leer de Mary!-.

Y Mary, que apenas había podido cerrar la puerta, ya no podía ocultar el mohín de disgusto. Y Rooftop negaba con la cabeza y empezaba con su perorata. Con su buena acción del día. Con su discurso acusador –siempre el mismo- sobre Todo Lo Que Mary Hace Mal. Con el Exorcismo De Marianne Sobre Mary Royl.

-Marianne, Mariane… Marianne –empezaba aquel hombre, tomándose una pausa para acabar de encender la pipa-. La vida no este juego impune en el que crees que participas. La vida es compromiso con causas mayores, la vida es lucha por el cambio, la vida es… Todo lo que no es tu vida.

Y seguía: “Y Marianne…. No. No tiene que ver con el calvinismo. Calvinismo es lo tuyo, en tu encierro en un mundo irreal de juegos, colores y casualidades... Esclava de tu fantasía. Y me sorprende que no seas capaz de ver que el camino que te ilumino es el adecuado, el prudente, el apropiado…”.

Y añadía: “Porque… Pierdes el tiempo. Pierdes neciamente el tiempo. Eres despierta, veo que asientes –y es verdad que Mary asentía, pero no tanto por aprobación como por somnolencia- y entiendes que de verdad, de alguna manera, sabes que soy tu salvación. No yo, Dios me libre… si no… lo que…”.

Rooftop calló. Y la pequeña Mary Royl se quedó con la boca abierta: no recordaba haberle visto callado nunca.

A Rooftop se le cayó la pipa de la boca. Frente a él, frente al sillón de leer -¡El sillón de leer!- de Mary Royl, estaba el espejo.

Mary avanzó unos pasos para tener mejor ángulo, y vio que el espejo tampoco devolvía Rooftop la imagen que esperaba ver. En la escena que veía el hombre reflejada en aquel cristal, su puesto lo ocupaba un bufón. Un bufón patizambo que daba volteretas y cabriolas, que le sacaba la lengua y hacía sonar los cascabeles que tenía anudados a la cintura.

El soberbio Rooftop, el vanidoso Rooftop, agitó la cabeza y trató de retomar su discurso. Y aquel bufón insolente y divertido que le sustituía en el espejo se puso a imitarle, con una cuchara como pipa y haciendo muecas y aspavientos.

Al viejo se le escapó un bramido tibio y acobardado.

Rooftop y el bufón se quedaron mirándose. Fijamente. Intensamente.

Y el bufón saltó hacia él… Y se estrelló contra el cristal del espejo.

Y Rooftop, tratando de escapar, se echó hacia atrás en el sofá. Su arquitectura incontinente lo venció, y el viejo acabó con la cabeza en el suelo, con la levita tapándole la calva y con la mayor cara de susto que Mary había visto en su vida.

Y la pequeña Mary Royl no sabía cómo contener la risa.

Rufus Rooftop logró volver a la verticalidad. Se sacudió el pantalón, se puso en orden la levita, cogió su chistera, su bastón y su abrigo a toda prisa y apenas farfullo: “Esto… es… En fin. Adiós” antes de cruzar la puerta tropezando con sus propios talones.

Y nunca más volvió a casa de Mary.

Gracias a Rooftop, la pequeña Mary Royl entendió a su espejo y se reconcilió con él. El espejo, aquel espejo, cansado de ser fiel testigo de lo que veía, decidió serlo de lo contrario. De lo que no veía.

Y por eso Mary, cada mañana, se miraba en su espejo disléxico. Y cada mañana sonreía al comprobar que lo que veía reflejado se parecía cada vez más a Marianne, y menos a Mary.

Y se alegraba de ser quien era, y no quien querían que fuese.

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