LA EXPLOSIÓN

La primera vez que alguien vio esas manchas, temió por la pequeña Mary Royl. Tampoco ayudaba que Mary hubiera dejado atrás su sonrisa en los últimos días. Ocurrió cuando apoyó sus minúsculos dedos en aquel mostrador: al levantarlos había dejado manchas de rojo. Pequeños surcos de sangre, pensaron algunos. Pero no: era polvo, un polvo denso y espeso que se impregnaba en todo lo que tocaba. Tanto, que ya nadie sabía cuál era el color original de las cosas.

En los últimos días la pequeña Mary Royl se había convertido en una gran mancha roja.


La situación, claro, causó molestias a algunos. El bibliotecario, por ejemplo, se quejó de que Mary, que había empezado a consultar volúmenes antiguos, casi del doble de su tamaño –tan grandes, que para leerlos a veces se sentaba sobre las páginas-; y que el tinte rojo que desprendía había estropeado libros centenarios. “¿Y qué libros eran?”, preguntó, preocupado por su memoria, el cronista de Dunkeld. “Libros… raros –acertó a replicar, con cierta desgana, el bibliotecario-. De ciencias…. Algo estará tramando”. Otro vecino, sin oficio conocido, suspiró. Un año atrás él había tenido que cargar las enormes piedras que cerraron el tiro de la que hoy es la chimenea de la Mary Royl. “Cada vez que esa niña se empecina en algo, acabo cargando rocas”, dijo para sí.

De repente, aquella reunión de intrigantes calló. La pequeña Mary Royl pasaba cerca de ellos, y todos pudieron ver cómo en el centro de su carita, en órbita alrededor de aquel botón que tenía por nariz, se había extendido una gran marcha roja. El invierno había traído para Mary el primer resfriado, y de tanto restregarse los puños por la nariz se había dibujado un enorme círculo de todas las gamas del rojo, que Mary se limpiaba compulsivamente con un pañuelo que –maldición- ya se había vuelto completamente rojo. Mary suspiró, se fue hacia los intrigantes reunidos –alguno sintió algo parecido al miedo al verla caminar tan decidida, con el tac-tac-tac incesante de sus cortas piernas y sus rápidos pasos hacia ellos- y tiró aquel pañuelo al barril en torno al que se reunían aquellos vecinos, y que hacía las veces de cenicero, papelera y apoyadero.

El bibliotecario –el más leído, obviamente, de los hombres de Dunkeld, pero no la más leída de las personas de Dunkeld-, apenas Mary Royl se había alejado unos pasos, sacó una pluma del bolsillo interior de su abrigo, y utilizando la boca de su pipa para completar la pinaza tomó aquel pañuelo. “Llevémoslo al boticario –dijo-. ¿Y si esa niña está trayendo una enfermedad al pueblo? ¿Una especie de peste roja?”.

La sola mención de aquel lejano mal que tantos túmulos y hogueras había causado en el Dál Riata pudo a todos de acuerdo. En aquel preciso momento, el sol se escondía.

Los hombres llegaron con impaciencia a la farmacia, formando un círculo protector alrededor del bibliotecario, y conteniendo la respiración. El boticario, un hombre tranquilo, se bajó los anteojos: rara vez entraba una turba tan estrafalaria en su establecimiento.

El bibliotecario tomó la palabra. Habló atropelladamente, hasta que se atrevió a pronunciar las dos palabras malditas: “Peste roja”. El boticario –un señor de unos sesenta años llamado Haddow-, sonrió: jamás había oído de dicho mal. Aún así, ofreció una bandeja metálica para que el asustado bibliotecario dejara caer aquel pañuelo.

Haddow, con esa lentitud que exaspera a los no familiarizados con la ciencia, inició su liturgia analítica. Con un bisturí, cortó una pequeña porción de pañuelo, y la apoyó en una placa de petri. Se levantó de su taburete, dio dos pasos y tomó un frasco de un estante; uno de esos frascos ámbar con etiquetas escritas en letra gótica que tienen estampada –terrible presagio- una calavera y dos tibias cruzadas. Con una pipeta, extrajo una pequeña cantidad de aquel líquido temible. Las vertió en la placa de petri, agitó un poco la mezcla y colocó, con rigor y precisión, la placa en el microscopio.

Mientras miraba, los hombres que le rodeaban pudieron sentir cómo se le secaba la boca. Antes de decirles nada, quiso lavarse las manos. Sólo el temor ante una epidemia mortal contuvo a aquel grupo de intrigantes, que ya contaban cuántos días les quedarían de vida.

-Señores… -habló al fin Haddow-, no teman por su salud. No hay nada vírico en lo que me han traído.

El boticario suspiró. Por palabras como esa –vírico, y también patognomónico, empírico o vórtice- no había congeniado con la gente de Dunkeld. Entendió que debía explicarse con más claridad:

-Quiero decir… No se van a poner enfermos. No hay ninguna enfermedad. Pero hay que ir a buscar a esa niña. El pañuelo que me han traído está impregnado de disulfuro de arsénico. En la cantidad adecuada es letal. La pequeña Mary… –Haddow se tomó unos segundos para encontrar la palabra adecuada- La pequeña Mary se puede estar envenenado.

Aquellos hombres, que veían cómo su miedo se disipaba, aún tardaron en reaccionar. Fue un minuto de duda, alivio y silencio antes de que uno de ellos –precisamente el tendero que encontró en su mostrador las huellas rojas de Mary- tomara su bastón y dijera: “No perdamos más tiempo. Tenemos que encontrarla. Y usted viene con nosotros, Haddow. Si encontramos más cantidad de difuls… sidulf… diful… -sacudió la cabeza-, de eso que ha dicho, ya nos dirá que hay que hacer”.

Afuera ya había anochecido. Del cielo de Dunkeld caía una manta de finos copos de nieve.

Cuando aquel grupo de hombres alarmados llegó a la puerta de la casa de la pequeña Mary Royl se la encontraron cerrada. Junto a la puerta, cajas y cartones. Y restos de aceite de un candil. Cada caja tenía impreso en un lateral el nombre de lo que había contenido. Nombres que sólo Haddow podía entender.

Alguien se dio cuenta de que, sobre la nieve, quedaban las huellas de las ruedas de un carro. A lo lejos, cerca una de las entradas al camino del Obispo se distinguía una luz tenue. “¡Tiene que ser Mary!”, gritó el bibliotecario.

Todos los hombres corrieron hacia la luz. También Haddow, el boticario, que en su cabeza seguía dando vueltas a los nombres que había leído: “Disulfuro… Nitrato… Arsénico…”.

Con sus grandes pasos, aquellos hombres llegaron al camino del obispo. La luz se había detenido justo en el centro del puente sobre el río Tay.

Todos aceleraron el paso, y los jadeos. No todos eran jóvenes. Casi ninguno era atlético. Y las placas de nieve que se multiplicaban por la noche daba un toque de comedia, de danza torpe, a aquel grupo de hombres desesperados.

La luz sobre el río Tay se hizo más intensa: algo ardía. Justo en ese momento, en la cabeza del boticario todo había cobrado sentido: “¡Un momento! ¡Ya lo ten…!”.

Un zumbido terriblemente agudo acompañó a un rayo que aquellos hombres juzgaron como demoníaco. No caía del cielo a la tierra: arrancaba de la piedra, del centro del puente sobre el río Tay, y trepaba hacia las nubes.

Todos cayeron al suelo. Todos excepto Haddow que, con las manos apoyadas en los riñones, seguía en pie, tratando de recobrar el aliento mientras miraba al cielo y sonreía.

De repente, se hizo de día: aquel rayo demoníaco, de un rojo intenso, hizo que las nubes ardieran. Y ardieron en un rojo fulgurante, lleno de chispas y destellos, de infierno frío. Algunos de aquellos hombres, de rodillas, habían recuperado súbitamente la fe que les enseñaron de niños, y rezaban.

Sólo Haddow se carcajeaba, mientras gritaba: “¡Maravilloso! ¡Es un espectáculo maravilloso!”.

Cuando todo acabó, aquellos hombres se levantaron. Con curiosidad y temor, se acercaron hacia el puente que cruza el río Tay. Guardando, eso sí, una prudente distancia con Haddow ¿Cómo ese hombre podía estar tan loco como para pensar que el infierno en la tierra es maravilloso?

En el camino hacia el puente se les unieron más vecinos de Dunkeld. De hecho, todo el pueblo se dirigía ya hacia el puente; todo el pueblo había visto aquella luz nocturna, aquella aurora artificial.

Y allí, sentada en el suelo, junto a su candil y a un pequeño carro de dos ruedas, estaba Mary Royl. La pequeña Mary Royl. Una lágrima teñida en rojo le resbalaba por la mejilla.

Nadie se atrevía a preguntar. Por eso Haddow, el único que había entendido lo que había pasado –o que creía haberlo entendido-, tomó la palabra. Con algo de dificultad se subió al anguloso podio que formaba el pequeño carro de Mary.

-Amigos…- dijo-. No teman. Lo que ha pasado aquí no es nada ultraterreno… -Haddow hizo una pausa: tenía que pensar qué palabras iba a usar. Recordó una homilía del párroco local-. No hay nada demoníaco ni sacrílego en lo que acaban de ver.

Los suspiros de alivio hicieron entender a aquel cientifista secretamente agnóstico que –al fin- había encontrado el vocabulario adecuado.

-Lo que han viso –prosiguió Haddow-. Es ciencia. Nuestra pequeña Mary es un genio, ¿verdad, querida? Ha consultado viejos manuales de ciencia y ha descubierto que la pólvora mezclada con el disulfato de arsénico, que es esa sustancia roja por la que tanto han estado temiendo, puede crear hogueras en el cielo. Puede convertir, aunque sea por unos segundos, la noche en día. ¿No es así, Mary? ¿No es eso lo que querías?

Y la pequeña Mary Royl, más pequeña aún sentada en el suelo y abrazándose las rodillas con los brazos, se limpió aquella lágrima roja, tragó saliva y habló:

-No sé… No. No es por eso.

Mary notó que algo le subía por la garganta. Pero encontró fuerzas, pocas, para seguir hablando:

-No sé… Me gustan las cosas grandes: las montañas, las nubes, el sol... Las explosiones. Porque pienso que ella, esté donde esté, también las ve. Y eso nos acerca. No sé. No sé.

Y lloró como nunca había llorado.

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